Cada vez que el reloj daba la una y sonaba esa puerta, yo temblaba de terror e incertidumbre, sin saber si esa noche iba a poder pasar la prueba. Si me iba a mover demasiado, respirar distinto o abrir los ojos y él iba a darse cuenta, para después soltar toda esa sarta de injurias seguidas de unos tocamientos indebidos o quizá más.
Esa noche, daban la una. Estaba, como siempre, en posición fetal en el lado de la cama que pegaba a la pared, con los ojos cerrados, la respiración calmada y todo el cuerpo en alerta. Tenía, como siempre, una daga escondida bajo el colchón y oí la puerta. Risas, no estaba solo. Comentó algo, seguro una excusa barata de esas que sólo los borrachos creen, y se aproximó a la habitación.
—Buenas, nena… —susurró en mi oído. Podía oler la nauseabunda mezcla de alcohol, tabaco y otras sustancias cuyo nombre no mencionaré porque nunca termina la lista. Aun así, permanecí impasible, en mi papel diario de chica vencida por el sueño—. Nunca te encuentro despierta, es una pena. No me gusta hacerlo cuando estas dormida, ya lo sabes, no te puedo oír. Encima hoy había traído amigos, ahora no sé qué decirles.
Se levantó tambaleante, abriendo la puerta del cuarto y vociferando que se fueran de su casa, soltó más excusas sin sentido, pero de todos modos hicieron caso. Después de quitarse la ropa, se recostó junto a mí y empecé a sentir sus manos desnudándome de nuevo. Que no me tocara no significaba que no me usara como su medio de excitación personal.
Vuelvo a oír esos asquerosos sonidos que acompañan mi nombre, otra vez indefensa, otra vez no poder moverme mientras él está enfrente de mí tocándose con una visión no permitida. Debía seguir el mismo ritmo respiratorio y pensar que nada estaba ocurriendo. Con suerte, ese día estaría tan inconsciente que por fin podría proclamar venganza y salir de ese inmundo lugar para estar de nuevo en el exterior, con mi familia.
Terminado su ritual asqueroso, fue al baño y me dejó así, sin ropa. Esa era su costumbre, poder sentir mi piel aunque no hubiese podido hacer nada. Cuando empezó a roncar, bajé mi mano libre por el colchón, sintiendo al fin el mango. Jamás había estado tan cerca. Lo cogí, tiré de él y me volví.
Una puñalada, otra más. Se seguían y, por cada una que daba y un grito que el profería, más empezaba yo a reírme. Seguido de esto, salí corriendo como estaba al exterior de la casa y empecé a chillar por mi libertad…
La policía sólo asintió, sin decir nada más. Miró al psiquiatra que había oído todo el testimonio de la chica:
—Así que, según tú… Llevabas un tiempo indefinido secuestrada por ese hombre. Todos los días te desnudaba, se tocaba y nunca podías matarlo… —sólo se dedicaba a anotar en su cuaderno, sin decir nada más. Susurró algo al policía y, al poco, vinieron dos médicos del hospital psiquiátrico y le ataron las manos.
—No te preocupes, chica, no sufras. Ninguno vecino más será asesinado a tus manos, de verdad —se deshacía en gritos, negándose a ir con ellas o quitarse la sangre del cuerpo—. Venga, ya está. Estarás bien con nosotras… —mientras se iba, vociferando a no poder más, el policía miró intrigado al psiquiatra.
Este sólo le contestó “esquizofrenia paranoide” y dejó sus documentos a un lado.
Daban la una, aquella habitación de espuma tenía ojos y no hacían más que observarla. El fantasma de la esquina susurraba su nombre. Daban la una, aquella chica chillaba y se chocaba sin control, incontenible con pastillas o cualquier otro tratamiento.
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