El cerezo en flor anunciaba su regreso.
El problema es que no sabía cómo recibirlo.
Cada primavera, él volvía como un sueño y se esfumaba igual que aparecía. No creía en las historias de amor y esa era la verdadera razón de que nunca le dijera que le ama.
Al llegar, lo recibe con los brazos abiertos y le invita a pasar a su casa. Comen juntos, comparten experiencias y nota cómo su manera de expresarse y de vestir ha cambiado para adaptarse a su nuevo ambiente.
No es que no le guste, es más, le atrae en mayor medida. O quizá no le guste precisamente por eso.
Después de pasar el día juntos, se percata de que lleva el mismo collar que le regaló cuando se fue y muere de ternura. Deciden ir al parque de atracciones el día siguiente, con la esperanza de no separarse tan pronto, aunque saben perfectamente que él no estará allí más de una semana y desea ver a sus padres.
En cuanto cruza la esquina, se apoya en la puerta de su casa intentando no sollozar. ¿No era que tenía novia? ¿Cómo iba a gustarle? Él era su mejor amigo de la infancia, su compañero de fatigas y confidencias… Seguramente, su novia era mejor.
Al día siguiente, hicieron lo que habían planeado. Llevaba un maquillaje ligero en tonos rosados junto a una falda pastel y una camisa blanca. Su pelo largo y negro iba recogido en una coleta con un lazo rojo. Contrastaban demasiado.
Él llevaba una camiseta básica de color negro junto a una bomber roja y unos vaqueros desgastados. La gente los observaba, realmente sí parecían una pareja, pero en el fondo no era así. Una vez en la noria, por fin se decidió a preguntarle por la chica.
“Hemos terminado” fue lo único que recibió por respuesta, y se sorprendió al notarse ligeramente feliz.
Pasaron el resto del día con juegos, le consiguió un peluche enorme y terminó yendo hasta la puerta de su casa. Allí, decidió confesar por fin sus sentimientos.
Entre titubeos, dudas y sonrojos, consiguió poner en sus labios las palabras que jamás pensó que un chico pudiera decirle a otro.
Sabía que no estaba mal, pero tampoco sentía que fuera lo correcto.
Poco después de la confesión, hubo un silencio abrumador. “Dios mío, Marco, contéstame” era lo único que pasaba por la mente de Bruno mientras los segundos pasaban.
“Me tengo que ir, ya nos veremos” es lo único que recibió por respuesta.
El problema es que ni se vieron ni su amigo le habló.
Pasaron los meses y Bruno pasó de ser un chico feliz pero algo melancólico a un pobre alma que vagaba por la ciudad. Un frío día de invierno, encontró a Marco sentado en el parque dónde solían ir a jugar de pequeños.
Se sorprendió sobremanera y salió corriendo a abrazarlo, sin pensar en nada más.
--¿Qué haces aquí? Normalmente no puedes ni venir a ver a tus padres.
El chico levanta la vista y lo mira de cerca. Sus respiraciones se paran por un segundo, sonríe de lado y empieza a llorar sin poder evitarlo.
Bruno piensa que ha hecho algo mal, se retira y empieza a encontrarse extraño. Marco se acerca y lo abraza, cobijando la cabeza del más pequeño en su pecho.
--No has hecho nada mal, idiota… He pedido el traslado para lo que me queda de año.-- Respira profundamente antes de decir lo que pensaba. --No voy a perder al amor de mi vida por unos estúpidos estudios en el extranjero.
Dicho esto, ninguno de los dos se atrevió a besar al otro. Azorados, terminan sentándose en un banco, Bruno encima de Marcos. Se miran sonrojados y sonríen. Con ese beso, empezaría la historia más bonita del mundo.
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